Cuando la persona más dulce me ofreció la oportunidad de compartir un poco de mi historia con todos ustedes, me sentí honrada y a al mismo tiempo aterrorizada. Aunque siempre estamos llenos de pensamientos, emociones y sensaciones, no siempre somos plenamente conscientes de ellos. Por lo tanto, a menudo no somos conscientes de lo que nuestro yo interior está tratando de comunicarnos. Así que, cuando necesitamos expresar algo que tenga sentido, se convierte en un desafío—al menos para mí. Pero bueno, aquí vamos (dedos cruzados).

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Soy una orgullosa salvadoreña, nacida y criada en un hogar extremadamente religioso. Mis padres eran los pastores de una iglesia cristiana de Apóstoles y Profetas, y como tal, los recuerdo desempeñando diferentes roles, viviendo casi dos vidas distintas, lo cual me confundía mucho en ese entonces.

Déjenme explicarles por qué. En la iglesia, mi mamá era la mujer descrita en la Biblia como la esposa del pastor: sumisa, obediente a su esposo, cuidando de él, de tres hijas y de una congregación, siempre sonriendo, feliz, luciendo linda, y de alguna manera siempre a tiempo. (¡Lo sé, asombroso!) En casa, mi mamá era la misma, pero tenía un poco más de libertad para mostrar que ella era la persona más amorosa y cariñosa que he conocido. Era una de esas personas que te amaba con todo su ser, pero no lo expresaba verbalmente. Ella estaba en silencio la mayor parte del tiempo, y si no lo estaba, era porque estaba triste, llorando o discutiendo con mi papá sobre algo que yo no podía entender.

Por otro lado, en la iglesia, mi papá era el pastor “cool”—un gran predicador, un maestro sabio, “de mentalidad rígida” y severo con su familia. Parecía que cuanto más grosero era con mi mamá, mis hermanas y conmigo, más respeto recibía de su amada congregación, especialmente de los hombres. Pero en casa, él era el típico “macho latino”: mujeriego, violento, físicamente abusivo con mis hermanas y conmigo, siempre ignorando la tristeza y las lágrimas de mi mamá. Nos golpeaba con uno de sus cinturones de cuero 14 veces, y al día siguiente volvía a casa llorando, pidiendo perdón.

¿Se preguntaran qué pasaba conmigo en medio de todo esto? Bueno, mirando hacia atrás, veo una infancia verdaderamente feliz. Supongo que, como niños, necesitábamos tan poco y entendíamos tan poco. Todo lo que sabía era que era la bebé de mi familia, la menor de tres mujeres, la consentida, la que llegó a la familia para ser adorada. Poco sabía que terminaría llevando el peso del mundo sobre mis hombros…

Me enseñaron (obligada) a perdonar a mi papá sin importar lo que me hubiera hecho, lo que, al crecer, me convirtió en una hija súper desafiante. Apenas hablaba con él, y cuando lo hacía, me aseguraba de hacerle saber cuánto desaprobaba la manera en que se presentaba fuera de nuestra casa. Lo rechazaba cada vez que intentaba mostrar algún tipo de amor hacia mí porque sabía en el fondo que solo se sentía culpable y que no iba a cambiar. Al mismo tiempo, me comportaba como una joven descrita en la Biblia—obediente, sumisa, siempre teniendo todo en orden—y estaba fracasando miserablemente en ello.

A mis 14 años, comencé a asistir a una iglesia diferente en la que mi papá no estaba, y comencé mi camino. Durante 10 años, oré, ayuné, asistí a vigilias, fui a retiros espirituales e hice todo lo que pude porque, en mi corazón, sabía que yo era la que iba a traer el cambio a mi familia. Desafortunadamente, solo se me dijo que orara y orara sin cansarme. Pero, siendo honesta, orar es poderoso y hermoso, pero no es un hechizo mágico que cambia todo como queremos; no funciona así. A los 24, no estaba cansada; estaba exhausta.

Estaba inquieta, sabiendo en el fondo que había mucho más que orar, ir a la iglesia y seguir las decisiones de otra persona. Pero cada vez que intentaba hablar sobre ello con alguien en mi familia, me ridiculizaban y me llamaban rebelde. Me llamaban la “hija de Satanás” y preguntaban por qué siempre estaba tratando de perturbar la paz al cuestionar todo a mi alrededor. Después de todo, mi vida no se trataba de mí; se trataba de los adultos a mi alrededor. (Jaja)

Una mañana, me desperté con la triste noticia de que una de mis amigas más queridas había fallecido después de luchar contra el cáncer cerebral durante unos meses. Solo tenía 20 años. Todo lo que mi amiga deseaba en los últimos nueve años de su vida era reunirse con su padre, pero dejó este mundo sin volver a verlo. Durante los días siguientes, seguía repitiendo nuestra última conversación en MSN una y otra vez en mi mente. En esa conversación, me hizo prometer que viviría mi vida al máximo y que encontraría la respuesta a todas mis preguntas, si no en la iglesia, en otro lugar. Me pidió que me permitiera la posibilidad de expandirme y ser feliz. Ciertamente no sabía cómo honrar esa promesa, pero tenía que intentarlo.

Unas semanas después, estaba sola con mi padre en su oficina, y decidí dejar de pelear y esperar más de él de lo que podía dar. Así que le dije que nunca iba a aceptar vivir con dobles estándares, pero que no iba a pelear con él ni esperar más de lo que podía dar. Iba a hacer todo lo posible por respetarlo, no porque él me obligara, sino porque yo quería. El, no supo qué decir, y no esperaba una respuesta, así que para mí, eso fue el final de eso y el comienzo de una nueva temporada.

Pasaron varios años, y mis padres se convirtieron en abuelos de cinco hermosos niños, lo que hizo que nuestro mundo fuera más grande, mejor, más brillante y más feliz. Mis “bubus”—como llamo a mis sobrinas y sobrinos—cambiaron todo. Vi a mi papá desaprendiendo sus viejas costumbres y aprendiendo nuevas por amor a sus nietos, saliendo de su zona de confort. Vi a mi mamá, después de luchar y superar el cáncer, encontrar su voz y convertirse en una versión más fuerte de sí misma. Por supuesto, como en cualquier otra familia latina, de vez en cuando nos peleábamos y reconciliábamos, hasta el punto en que podía decir honestamente que estábamos viviendo nuestra mejor vida. Y luego llegó el COVID-19…

El 17 de junio de 2021, mi mamá preparó una de las comidas favoritas de mi papá: Sopa de Res. No pude acompañarlos para el almuerzo, pero le prometí a mi papá que cenaría con él, y lo hice. Volvimos a pelear, pero por comida—siempre queríamos los mismos “huesitos” y verduras—pero recuerdo que él me los dio. Jaja. Ninguno de nosotros sabía que sería nuestra última cena juntos. Tres días después, lo llevaron al doctor y lo diagnosticaron con COVID-19, pero también tenía neumonía en ambos pulmones. Dos días después, lo llevaron al hospital, donde murió una semana después. Debido a los estrictos procedimientos para las personas que mueren de COVID-19, no hubo funeral, solo una gran caja de cemento transportada por una excavadora. Fue traumatizante ver el ataúd de mi papá ser transportado como un gran bloque de cemento, y como también estaba infectada en ese momento, no se me permitió acercarme cuando lo enterraron.

Así que, en solo un par de horas, este hombre que había sido una molestia para mí, pero que se había convertido en mi mejor amigo en el mundo, se había ido. Sin más discusiones, sin más peleas, pero también sin más cenas, sin más celebraciones del Día del Padre… Pasaron unos meses, y no sabía cómo lidiar con mi dolor. Comencé a ver a una terapeuta para que me ayudara, y ¿recuerdan esa sensación en mi estómago sobre cuestionar todo? Bueno, volvió. 

Un día, mi terapeuta me pidió que escribiera una carta de despedida a mi padre, lo cual resistí durante dos meses porque no sabía cómo decir adiós a una de las personas más importantes de mi vida. Pero lo hice, y cuando comencé a escribir esa carta, ocurrió algo poderoso e inesperado—era como si mi papá hubiese llegado a visitarme, para tener la mejor conversación que jamás habíamos tenido. Me habló de una manera que me permitió conocerlo mucho mejor que cuando estaba físicamente con nosotros. Estaba libre, lleno de amor y, lo más importante, ya no tenía miedo de mostrar quién era realmente. Respondió todas las preguntas que había tenido desde que era una niña y mucho más. Conocerlo mejor me permitió comprenderlo mejor, y como resultado, descubrí una nueva parte de mí misma. Pero también abrió mis ojos, mente y corazón a algo que cambiaría el curso de mi vida para siempre:

 

‘Cuando alguien a quien amamos muere, su amor se queda con nosotros, y nuestro amor se va con ellos. Por lo tanto, es el amor el que nos liberará, incluso después de la muerte, porque cuando morimos, somos liberados de las cargas de este mundo.’

Pero, por supuesto, como cualquier ser humano, siempre preferiría el regalo de abrazar a los que amo. Así que comencé a vivir con el miedo de perder físicamente a mi mamá o a cualquier otro ser querido. Al mismo tiempo, empecé a buscar un lugar donde pudiera aprender más sobre la muerte y la vida, y un día (¡Oh, dia feliz!), se me ofreció la oportunidad de comenzar a trabajar en Conscious Dying Collective (CDC). Desde el momento en que conocí a E, supe que había encontrado el lugar donde, si no todas, algunas de mis preguntas serían respondidas. Pero, no tenía idea de que esto no se trataba de responder mis preguntas, sino de comenzar mi viaje de sanación.

En CDC, una de las cosas que tengo el honor de hacer es apoyar las clases como técnica de Zoom. Así que, indirectamente, estoy aprendiendo y recibiendo estos mensajes increíbles que han confirmado lo que me enseñó mi conversación con mi papá: que la muerte es parte de la vida, y hablar de la muerte no debería ser tabú, sino (un paso a la vez) debe ser abrazado como cualquier otra temporada de la vida.

Con mamaAsí que, el 1 de agosto de 2024, mi mamá cumplió 77 años, y una vez más, me aterrorizaba la idea de perderla. ¿Por qué? Bueno, mis abuelas murieron a esa edad cuando era pequeña. Tuve una conversación con mi mamá y descubrí que ella también tenía miedo por la misma razón, pero quería celebrar su cumpleaños. Me tomó un par de días para procesar mi miedo, y—aterrorizada y todo—decidí celebrar su cumpleaños de la mejor manera posible, como ella lo merecía, incluso con la posibilidad de perderla. Desde que murió mi papá, ella no ha sido la misma, comprensible, después de pasar 42 años juntos. Así que tuvimos una cena familiar, contraté mariachis—a mi mamá no le gusta la música, pero le encantan los mariachis porque a mi papá le gustaban y también Pedro Infante. Tocaron durante aproximadamente una hora, y mi mamá se sentó allí, tomándome de la mano y tratando de no llorar. Pero por primera vez en cuatro años, estaba sonriendo en la noche de su cumpleaños, y esa noche mi papá nos visitó a través de la música. Fue un momento tan hermoso y una noche especial para toda mi familia, y sé que esa noche se rompieron muchas cosas y nacieron muchas más.

La muerte de mi amiga significó mucho para mí cuando ocurrió, pero ahora tiene un significado más profundo en mis 30 y tantos años, después de todo esto, porque sé que cada día hago todo lo posible por honrar mi promesa y que ella junto con mi papá y mis abuelas son mis luces guía, siempre a mi lado, siempre susurrando en mis oídos y amándome.

¿He dejado de sentir miedo? ¡Para nada! ¿Tengo las respuestas a todas mis preguntas? Ni por cerca. Pero a través de las enseñanzas en CDC, el equipo del cual soy parte, el amor y cuidado de mi increíble equipo, estoy sanando un poco más cada día, respondiendo mis preguntas, rompiendo ciclos y hablando de la muerte más, incluso con miedo. Tengo la esperanza de que este es solo el comienzo de una nueva temporada, en la cual mi familia, mi país y mi querida Latinoamérica, seremos libres para abrazar la muerte tanto como abrazamos la vida. Y en lugar de tener miedo de morir, seremos liberados para vivir la vida al máximo, para que cuando llegue esa transición, podamos estar seguros de que el amor irá con nosotros y permanecerá con nosotros para siempre.